Soy un hombre de cuarenta y cinco años que baja las escaleras con sus dos hijas. Las chicas van delante, ordenadas y silenciosas, y me esperan en el rellano para que les abra la puerta. Yo llevo sus mochilas, las dos de color rosa; una con lentejuelas que según pases la mano hacia arriba o hacia abajo muestra el dibujo de un hada o de un unicornio, la otra tiene popits en el bolsillo delantero, los popits forman el dibujo de una sirena de color lila y los compañeros de Azul no pueden resistir la tentación de hundirlos cuando tienen la mochila a su alcance.
Antes de abrir la puerta les recuerdo a mis hijas que deben tener cuidado, porque la vereda es muy estrecha y por la calle pasan autos, no como en su otra casa, la casa de su mamá, donde la puerta da a una calle peatonal.
La alarma de mi celular suena a las 7:30 los días que las chicas están conmigo. Es la alarma por defecto que tiene el iPhone, nada de canciones porque siempre terminaba odiando las canciones que elegía como alarma, canciones que en un principio me gustaban mucho. Y llegar a odiar lo que alguna vez amé se volvía algo insoportable, algo terrible, y me hacía pensar en Alex de La naranja mecánica sufriendo mientras escuchaba la Novena Sinfonía.
Remoloneo un poco en la cama antes de levantarme. Me visto y preparo los desayunos. A las 8:00 despierto siempre primero a Azul que es la que más se demora en cambiarse y arreglarse. A sus siete años ya tiene maneras muy femeninas de hacer las cosas.
A Selva siempre le cuesta más despertarse y tengo que ayudarla con todo. Parte de la rutina de la mañana consiste en que tengo que elegir su ropa del día, para que ella diga que no le gusta y lo descarte y elija otras cosas para ponerse. Pero si yo no elijo algo antes, ella se desconcierta y no puede o no sabe elegir. Entiendo con exactitud lo que le pasa, porque es lo mismo que me pasa a mí que he basado todas mis elecciones y he desarrollado toda mi personalidad en oposición a algo, porque nunca supe qué era lo que quería. Pero me resultaba tan natural escapar de lo que no quería y siempre he sentido envidia de esas personas que saben exactamente dónde está su deseo y es como si su vida tuviera un sentido por sí misma.
Pero yo ya no tengo solución, porque con toda seguridad nadie estuvo atento cuando a mis cinco años cuando tenía esa manera de relacionarme con las elecciones. Es una pena que esto no le pasara a los hijos de Piaget y que por lo tanto no haya ninguna teoría al respecto que pueda instruirme en cómo ayudar a mi hija.
Ya en la calle las dos quieren caminar tomadas de mi mano, pero no cabemos los tres, uno al lado del otro, en la vereda. Por eso caminamos en una formación extraña, en diagonal; Azul delante casi tocando la calle, yo en el medio y Selva detrás rozando con su cuerpo las paredes de las casas.
Me acabo de separar y todavía no tengo calculado el tiempo exacto que tardaremos en llegar desde mi casa a la escuela, pero son las 8:41 y la hora de entrada es al as 9:00.
Desde la otra casa, tardábamos menos de 10 minutos, pero pocas veces llegábamos a las 9:00, porque sin ningún tipo de razón ni de lógica, justo antes de salir, todo se desbordaba y ellas, con la experiencia de sus cinco y siete años a cuestas, entraban en una dimensión en donde las horas, los minutos y los segundos, dejaban de ser una medida de tiempo confiable y menos aún importante, y ponían el mundo en pausa; mientras una se daba cuenta de que no le gustaba la chaqueta que llevaba puesta, la otra que los zapatos le molestaban, o se descubrían despeinadas, o recordaban que le habían prometido a un compañerito llevarle un juguete que ahora no encontraban, o pasaba todo esto al mismo tiempo, mientras yo las miraba incrédulo y derrotado, sin recursos para resolver nada.
Pero ahora, en esta distancia nueva también para ellas, logramos salir sin mayores problemas, como si ellas también necesitaran primero calcular el tiempo que se tarda en llegar desde este lugar, llamado desde hace unos días la casa del papi, a su escuela. Como si ellas también necesitaran calcular las infinitas variables de esta nueva vida antes de volver a los caprichos, costumbres y hábitos que nos constituían como familia y que nos hacía únicos, invencibles, indiferentes al reloj y al adoctrinamiento.
Imagen: Pablo Picasso. Álbum de familia
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